LIBRO - “La mujer de la mirada gris”

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La novela del periodista y escritor Daniel Rovira Alhers, “La mujer de la mirada gris” se encuentra en librerías. 

El próximo martes 19 de octubre a la hora 18, se presenta en la Fundación Fucac, el conversario entre Joaquín Ragni y Daniel Rovira Alhers.

En diciembre de 1939, un hecho en apariencia fortuito, la llegada al puerto de Montevideo del acorazado Graf Spee, el mejor de la Marina alemana, averiado luego de protagonizar el primer enfrentamiento naval contra buques del Reino Unido, colocó a nuestro país en el foco de atención de la Segunda Guerra Mundial, recientemente comenzada.

“La mujer de la mirada gris” entrelaza las peripecias individuales de una mujer y de un periodista que están enfrentados, mezclados y unidos y las de un grupo de montevideanos, en el marco de la crisis por la estancia del barco nazi, donde las intrigas y las delaciones, los agentes secretos y los servicios de inteligencia tejen las idas y vueltas, reveses de una trama de la que poco alcanza a conocerse.

Propuesta presenta un fragmento de la novela que será presentada por Daniel Rovira Alhers junto a Joaquín Ragni ,el próximo martes 19 de octubre en la Fundación Fucac

 

En el centro de Buenos Aires es un día húmedo y algo nublado. La gente camina con rapidez, sorteando el tránsito, en una fiel representación de la muchedumbre de la gran ciudad que se desplaza en grupos de un lugar para otro, sin sentido aparente, siguiendo las infinitas eventualidades que pueden tener las veredas y plazas de la metrópoli. En las vidrieras de los grandes negocios y tiendas aparecen por doquier los árboles de Navidad, la nieve artificial, enormes y sonrientes muñecos de Papá Noel, trineos y otras imágenes alusivas a las fiestas cercanas, entre llamativos paquetes de colores brillantes y de variados tamaños que prometen envolver regalos de los más diversos gustos.

Ajeno al bullicio multicolor y a las lejanas músicas navideñas que se cuelan entre los ruidos del tránsito y las bocinas, un hombre delgado camina anónimo por la estrecha vereda del centro. Tiene unos treinta años y usa un traje oscuro un par de talles mayor al que se ajustaría a su cuerpo. Lleva lentes oscuros y un sombrero que le oculta más que la frente. Se detiene y le compra el diario a un vendedor con que se cruza. Unos metros más adelante entra en un edificio antiguo. Son algo más de las diez cuando llega a una sala pequeña donde una joven rubia escribe a máquina, ensimismada. Saluda y se dirige resuelto hacia una de las puertas. La mujer reacciona a tiempo, deja su máquina y se acerca al hombre antes de que se vaya. Le entrega la correspondencia y vuelve a su sitio. La oficina a la que ingresa es más amplia. Detrás del escritorio se destaca un cuadro con la fotografía de Adolf Hitler de semiperfil y uniformado, es el único accesorio que viste las paredes pálidas. Se quita los lentes y el sombrero.

Wilhelm Hoven es un hombre taciturno, rutinario y decididamente hosco. Su trabajo, como funcionario oculto y de segunda categoría con tendencia a tercera, agrava las dotes naturales de este hombre poco afecto a la amabilidad y al buen trato con los humanos. Solitario y poco amigable, obtiene compañía femenina muy ocasionalmente y sólo a cambio de dinero, costumbre que le insume una buena parte de su salario. Esa mañana encontró entre el correo un sobre amarillo con una carta dirigida a él y cuyo remitente reconoció. Fue la primera que abrió, sentado en su escritorio, y la leyó con atención y ansiedad. “Imprevisto obliga la presencia de persona de confianza. Comuníquese”, decía la escueta misiva.

El funcionario quedó unos segundos en silencio. Luego, como si algo lo impulsara con determinación, fue hasta un libro que descansaba en una mesa cercana y lo abrió en una página marcada, en la que había un número. Fue hasta el teléfono y marcó ese número.

 

  • ¡Buenos días! Habla Wilhelm. — En cuanto alguien le respondió, el funcionario comenzó a escribir una serie de frases aparentemente sin sentido.

— ¡Gracias! — respondió Wilhelm cuando la voz se detuvo y apoyó el auricular en el aparato.

 

Volvió a su escritorio, tomó unas hojas y realizó varias anotaciones con un lápiz. Estuvo un largo tiempo descifrando ese rompecabezas hasta que lo resolvió y entonces llamó por el intercomunicador a la chica rubia:

 

— Comuníqueme con Irene Esser. Es urgente.